El capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura del hombre unidimensional. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, sometido a lo que manda la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil. Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, fanático de los deportes y los estadios, devoto del dinero y partidario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas pequeñas, tonto, necio, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, sin memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y con algunos rasgos de la manera de ser que define un fascismo ordinario. Constituye un socio ideal para cumplir su papel en el vasto teatro del mercado nacional, y luego mundial. Este es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se alaban actualmente. (Michel Onfray)


martes, 10 de diciembre de 2013

MI PADRE Y YO... (2013)


Después volar unos cuantos puentes de la carretera de Portbou para facilitar la retirada de las tropas repúblicanas, mi padre se encontró en una plaza de Cerbère, en medio de una absoluta confusión.

Explicaba que, en la obscuridad, envuelto de una masa de soldados aturdidos que se agitaba en todas direcciones, le pareció reconocer entre el griterío una voz enérgica de mando.

Incrédulo gritó: «¡Pedro Prado, comandante Pedro Prado! ¿Se encuentra aquí el comandante Pedro Prado?». Eso le ahorró ser confinado en un campo de concentración como tantos y tantos compañeros, aquella misma noche viajó acurrucado en un automóvil del cuerpo diplomático hasta París.

Le acogió en Melún, una familia de judios comunistas, buenos amigos de la secretaria del tío Pedro. Renunció a desplazarse hasta Rusia, lo sé con seguridad, se instaló allí, encontró trabajo y quizá albergó la idea de instalarse allí para siempre, pero después de unos pocos meses de relativa tranquilidad tuvo que emprender de nuevo la retirada a causa de la ocupación.

Lo que dejó tras de sí, lo que hizo fugitivo y errante por tierras francesas y lo que le sucedió después de volver a cruzar la frontera son historias, largas historias, que ahora no vienen al caso.

El hecho que a mí me afecta se inicia cuando un domingo de agosto a principios de los sesenta llamaron a la puerta de casa y al abrirla nos encontramos con una pareja francesa, acompañada por un niño algo menor que yo.

La sorpresa y alegría de mi padre se vio atenuada tal como les manifestó con sus continuas disculpas por la vergüenza de tener que recibirlos en una vivienda tan destartalada.

Sobre lo que hablaron aquella tarde sólo sé que mi padre me anunció sonriente que volverían al inicio del próximo verano y que me llevarían con ellos unas semanas a Francia.

No pude evitar cierta inquietud. ¿Estaría yo a la altura de las gentes de ese país rico, limpio y feliz que siempre evocaba mi padre? ¿No debería avergonzarse —como siempre— de mi conducta apocada, de una timidez enfermiza que me hacía parecer estúpido?

Pero... ¿Y la libertad? ¿Y la luz? ¿Y la felicidad? Sería, quizá, como volver otra vez a los días radiantes de mis primeros años en Mastia, lejos de la polvorienta Grisalla. Mi padre siempre hablaba con entusiasmo de sus años en Francia, incluso cuando… bien, dejémoslo, si inicio ese tema me extenderé explicando cosas que no guardan relación con mi experiencia.

En fin, pasaron los meses siempre manteniendo aquella esperanza, soportando los días plomizos escolares de miradas acusadoras, de normas asfixiantes, de sentencias implacables, soportando el odio inexplicable de los adultos, tal vez la mezquina venganza de los vencidos— y al aproximarse de nuevo el verano, una tarde de sábado mientras estábamos de paseo, mis padres entraron en una juguetería. Me asombré, ¿sería posible un regalo con mis malas notas?, pero enseguida comprendí que el títere que acababan de comprar no era para mí.

El pirata de nariz ganchuda, pañuelo rojo en la cabeza y mano de garfio era sin duda un obsequio para aquel niño, un niño tan silencioso y prudente como yo mismo, cuyos padres habían prometido llevarme con ellos unas semanas a Francia.

Hace poco, casi cincuenta años después, revolviendo trastos viejos, me reencontré con ese testimonio de una derrota. Pobre fantoche: la goma reseca, la figura deforme, sin una pizca de esa gracia que a veces poseen los objetos viejos.

La pareja no volvió jamás. Mi padre guardó el títere, quizá con la esperanza de su regreso otro verano. Se lo pedí varias veces, me ilusionaba, pero cuando por fin me lo entregó yo ya era un adolescente. Lo guardé en un cajón, sin hacerle ningún caso, junto a otros despojos de una infancia entristecida.

Jamás jugué con él y jamás pasé un verano en Francia. Fueron cosas que acepté con resignación, sin especial amargura. ¿No era habitual que todas mis ilusiones se desvanecieran dejándome un regusto ceniciento en el ánimo?

Mi padre y yo… Al menos en aquella ocasión, no pudo atribuirme la culpa de su desasosiego.

No sé cuál de los dos sufrió entonces un mayor desengaño, quien jamás conoció la tierra prometida o quien rememoró el paraíso perdido para nada… pero esa es una cuestión que ahora mismo carece ya de toda importancia.


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